Cuando se acabaron las regaderas

No es que fuera un niño desdichado… Era, tal vez, un niño que estaba empecinado en vivir sus sueños. La seguridad que se me había inculcado comparada con la realidad que los acogía a todos me hacía soñar más de la cuenta. Una conclusión obvia. Se me decía que yo tenía el poder para hacer lo que quisiera. El entorno no me mostraba caminos para que mis deseos no se cumpliesen. Mi parsimonioso destino era aquel: soñar.

Así que, eso del sueño en vida fue y es, quizá una cualidad mía de ligas mayores. Sin que ello implique que mis sueños sean los mejores o del orden de las buenas ideas. Mi vida es prácticamente soñar… Soñar con tal fervor que el mundo se transforma. Hacer que aquella vida, ese mundo, denominado ‘real’, se observe simplemente compelido a mi imaginación. En la que, claramente, yo pueda ganar y ser el más feliz. Desde convertirme en un súper héroe digno de defenderse de los compañeros golpeadores, hasta sentirme rodeado de personas que desean estar bailando conmigo.

Mis habilidades fueron mejoradas a través de las múltiples veces que viví malas experiencias. Mis prácticas se daban en la soledad de mi cuarto o en la ducha. Y mi energía implosionaba en la soledad, cuando las personas se iban de la casa y yo quedaba al mando de la situación. Las paredes se transformaban en paisajes de una ciudad, en el patio de la escuela, o en salones gigantes de fiestas. Yo claramente me hacía el chico con poderes de teletransportación capaz de doblegar a todos los abusadores de la colonia. Hacía la justicia que en las calles escaseaba. Me encontraba con criminales, y me teletransportaba atrás de ellos, asustándolos y alejándolos de las personas más débiles. Dejaba que me intentaran golpear, pero no lo lograban, yo estaba demasiado entrenado en las artes del heroísmo que difícilmente sería vencido por los villanos de las calzadas. Si se trataba de la escuela, podía ser que entonces ayudara a los compañeros más débiles, atacando a los abusivos, dándoles una lección de burla y magia.

Con mi perfecta consciencia de niño, también formulaba sueños en los que tenía buenas notas o era alabado por mis compañeros. Cosas que nunca pasaban. Si era mi cumpleaños, podía imaginar que bastantes amigos acudían a mi encuentro aquel día. En medio de la regadera, con música y soledad, yo estaba en realidad en mi fiesta de cumpleaños. Y todos mis compañeros estaban ahí, admirándome y queriéndome. Incluso, en ocasiones, ocurría que atraía a bastantes niñas bonitas. Todavía más raro, cuando me enamoraba de una de ellas y encontraba el amor para siempre. Esas fiestas eran una locura, personas amándome. Era un niño en pleno desarrollo de una carrera de sueños y victorias. Era claro que mi profesionalidad se estaba dando con talentos naturales, nada arreglado. Yo triunfaba en las regaderas invariablemente, aunque las peripecias nunca faltaban.

Al crecer y convertirme en un adolescente, los sueños y el imaginario que tenían más elementos y tramas más predichas, se convirtieron en historias complicadas y taciturnas. Aquí las fuerzas estaban en el orden de los comics, y los movimientos se escurrían fluidamente entre las aguas de la regadera. Sin embargo, y pese a toda la explosión que mi mente producía, mis sueños eran cada vez más ocultos. Cada vez, moverme y ser sorprendido por vecinos y familiares, era más penoso. La gente me veía con más rechazo y desorbitados. O al menos, ahora yo percibía sus miradas. Así que debía esconderme más a menudo, y en algunos casos rechazar soñar para no verme como un tonto. Intentaba imaginar sin hacer movimientos que me delataran. Sólo en la ausencia de personas, con la música debida, yo bailaba, me movía y me insertaba en el mundo de la justicia. De otra forma, simplemente me mantenía distante, absorto, y cuidadoso del mundo. El mundo ahora, no me miraba con los mismos ojos. No estaban dispuestos a darme tregua para imaginar. No había forma de que yo siguiera siendo el mismo sin que fuera juzgado. La mirada y las ilusiones se abatirían con el tiempo, y yo me convertiría finalmente en aquel sujeto que juzgaría a otros. Pensamientos sobre la madurez y el buen juicio acabarían con mi alma, hasta insertarla en el mundo de las insensibilidades, o de las sensibilidades construidas.

Así las regaderas se convertirían en simple y llanamente agua. Agua cristalina y vacua. Hasta la llegada de mi hija, cuando detrás de la regadera, volvieron a encenderse entre susurros e inocencia, sonidos de personajes llenos de vida. Onomatopeyas poderosas y movimientos espaciales. Tramas tan iridiscentes que me habían motivado a reponer todo aquel fétido y rocoso cerebro que me había formado. Por lo que, a mi siguiente ducha, en medio de una de mis ilusiones, imaginé que sería de mi vida si mi negocio prosperara. A qué lugares iría con mi familia, y cómo ésta se divertiría. Los rizos de mi esposa, y los de mi hija. Las alegrías de mis dos amores, convertidas en la realidad de las gotas que escurrían sobre mi piel y mis ideas.

-Carlos Román

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